un hombre hace sonar una trompeta desde un atalaya
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Muchas veces escuchamos que cada persona responderá de sí misma ante Dios en el día del juicio. Esta es una verdad absoluta e incontestable. Sin embargo la Biblia recoge en numerosos pasajes que las personas no sólo responderemos por nosotros mismos, por nuestras acciones u omisiones (por aquello que debiendo hacer no hacemos), sino que también tendremos que dar cuenta de los daños ocasionados a aquellos que hayan tropezado por culpa de nuestro ejemplo, de nuestras palabras o de nuestro testimonio (Mateo 18:6, 1ª Corintios 8:9 o Santiago 3:1, 2ª Timoteo 2:14).

     También podemos encontrar en la Biblia cómo Dios atribuye a los cristianos una responsabilidad para con aquellas personas que les rodean. Y es aquí en donde los que somos cristianos debemos revisarnos a nosotros mismos para ver si en nuestro caminar estamos sirviendo fielmente a nuestro cometido o por el contrario estamos dejando sin exhortación a las personas que nos rodean. Dicho de otro modo, tenemos que analizar si nos hemos convertido en cómplices silentes del fatal desenlace que les espera a aquellas personas que prosiguen su errático camino de perdición, por no haberles anunciado el evangelio. Si nos callamos, estamos impidiendo que los perdidos puedan alcanzar la salvación de Dios (Mateo 24:30).

     En ocasiones, los cristianos, nos desentendemos del compromiso que hicimos con Dios en el momento en que le entregamos nuestras vidas, ignorando las advertencias que la Biblia recoge a cerca de nuestra responsabilidad. En lugar de involucrarnos y significarnos delante de los que nos rodean, preferimos callamos porque nos resulta más cómodo y grato mantener una distante convivencia de cordialidad. Y es que, ¡Qué ingrato resulta enfangarse con los problemas de los demás! Nos miramos a nosotros mismos y nos decimos “ya tengo suficiente con mis propios problemas” o “allá cada cual con lo que haga, yo no me meto mientras no me afecte”.

     Es curioso ver en series de ficción estadounidenses cómo recrean una práctica social, extendida en comunidades cristianas, como es el caso de las “interventions”. Amigos y familiares se ponen de acuerdo para hablar con la persona que les es común, y hacerle ver que tiene un comportamiento desordenado y nocivo para sí mismo y para los que le rodean. Para hacerle entender que así no puede continuar, que tiene que poner punto y final a ese camino y empezar a andar de forma correcta.

     En el libro de Ezequiel, capítulo 33 y versículos del 2 al 6, Dios enseña a Ezequiel hasta dónde va la responsabilidad que tienen los que son elegidos para llevar el mensaje de Dios, y para ello emplea un ejemplo cotidiano y fácil de asimilar, como es la figura del atalaya. Mientras el pueblo dormía por la noche, el atalaya vigilaba la ciudad y alertaba al pueblo ante la inminencia de un ataque enemigo. Los habitantes del lugar confiaban sus vidas a este vigía de la noche, que tenía la enorme responsabilidad de velar por la seguridad de ellos.

     Básicamente la labor del atalaya era la de tocar la trompeta para alertar al pueblo de que había un enemigo a la vista. Ese toque de trompeta, esa llamada de atención era la voz de alarma que tenía como finalidad despertar al pueblo de su sueño y darles la oportunidad de que se preparasen para la batalla o de que huyesen y pusiesen a salvo sus vidas. Si el atalaya se quedaba dormido o viendo al enemigo no tocaba la trompeta, todas las muertes que se produjeran serían por culpa suya. Por no haber dado la voz de alarma. Por no haber despertado al pueblo de su sueño. Por haberles dejado vivir en su inconsciencia, expuestos a una muerte segura, y a merced del enemigo.

     Ahora bien, si al ver venir al enemigo, el atalaya tocaba la trompeta para que todos fuesen avisados del peligro, cada uno sería responsable de lo que a sí mismo le aconteciese. La decisión que tomen, ya sea la de actuar en consecuencia o la de ignorar el aviso, será responsabilidad personal de cada uno. Ninguno podrá decir que no fue avisado. El que no quiera obedecer a la alerta, en el caso de que muera, habrá sido culpa suya exclusivamente, por cuanto fue avisado y en lugar de actuar en consecuencia, tomó a la ligera la advertencia.

     Bajo este sencillo y cotidiano ejemplo práctico, Dios ilustró a Ezequiel acerca de la responsabilidad que le había sido adjudicada. Nada más y nada menos que ser el atalaya espiritual del pueblo de Israel. En los versículos 8 y 9 de Ezequiel 33, Dios deja claro sus exigencias “8 Cuando yo (Dios) dijere al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su sangre yo la demandaré de tu mano. 9 Y si tú avisares al impío de su camino para que se aparte de él, y él no se apartare de su camino, él morirá por su pecado, pero tú libraste tu vida”.

     Debemos tener en cuenta que cuando aceptamos a Cristo, nos fueron entregadas dos cosas muy importantes: Privilegios y responsabilidades. Por un lado el privilegio de ser hechos hijos de Dios, con las bendiciones que ello conlleva, y por otro lado las responsabilidades inherentes de ser hijo de Dios. No es posible lo uno sin lo otro. Entre las responsabilidades están las de predicar el evangelio, denunciar al mundo que los caminos en los que anda son de perdición y de condenación, y por último, anunciar el camino de salvación que está en Cristo Jesús por medio de la fe.

     El apóstol Pablo ruega de una forma extrema a Timoteo que predique, que corrija a tiempo y a destiempo, que no desmaye en su cometido de atalaya; porque nos ha sido encomendado el deber de tocar la trompeta, para que los que duermen en la vanidad de sus mentes, confiando en que no les va a acontecer nada, despierten y puedan escapar de la muerte eterna.

     Nuestra labor no consiste en hacerles cambiar, de hecho no podemos. Las personas, únicamente son capaces de cambiar desde el auto convencimiento. Por eso no debemos desalentarnos si la gente no hace caso al sonido de la trompeta, porque nuestro cometido es alertar. Isaías se preguntaba quién había creído a su anuncio, pero él anunciaba con independencia de que le creyesen o no.

     Si tuviésemos que elegir al atalaya más importante de la historia, sin ningún género de dudas ese sería Jesucristo. Durante su estancia en la tierra denunció los caminos desviados de las personas, advirtió de los peligros de sus conductas pecadoras y les indicó el camino para que pudiesen ser salvos. Como dice Juan 3:17-19: “17 Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él (por Jesús).18 El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.19 Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”.

     Los que escuchen la trompeta siendo iluminados por la luz de Dios, y se arrepientan de sus caminos para entregarse a Cristo, salvarán sus vidas. Para que Dios no demande de nuestra mano las vidas de los que se pierdan, es necesario que como atalayas no durmamos y toquemos la trompeta. Es preciso que como luces brillemos en medio de esta generación maligna y perversa, no colocando el resplandor de la luz del evangelio debajo del almud (Mateo 5:15).

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