¿Quieres ser salvo?
Al pulsar este enlace doy por entendido que no eres salvo, pero quieres serlo. Tal vez te encuentres confundido después de haber seguido muchos caminos que parecían derechos, pero que al poco de recorrerlos quedaste con la misma desazón e inquietud que tenías.
Así que probablemente hayas entrado aquí receloso, pero sientes una carga espiritual, y tienes muchas dudas que necesitas satisfacer. Bienvenido. Hemos dispuesto este apartado para ayudarte. Tolo lo que te vamos a pedir es que pongas atención durante apenas unos minutos, que pueden cambiar completamente tu vida, tanto en la dimensión cotidiana, como en la eterna.
Vamos a empezar por explicarte algunas ideas básicas de la salvación. Comenzaremos por la parte de ella que le corresponde a Dios. Mas adelante trataremos de la parte que te corresponde a ti.
Empecemos…
LA SALVACION.
1. La parte que le corresponde a Dios.
El primer hecho al cual tiene que hacer frente toda persona mientras medita sobre sus relaciones espirituales con Dios, es el hecho del pecado.
Todo ser humano tiene, en cierto grado, conciencia de pecado, aun cuando no desee reconocerlo abiertamente.
Cuando una persona quiere orar o volverse hacia Dios en algún momento de necesidad, casi de inmediato surge dentro de si mismo esa innata conciencia de pecado e indignidad.
¿Cómo puedo experimentar lo que es tener comunión con un Dios que es santo? Estas es una de las primeras preguntas que invaden el pensamiento del alma que busca a Dios. Esta conciencia de pecado no es un mero efecto de las enseñanzas recibidas durante la niñez, ni es tampoco patrimonio exclusivo de quienes leen y conocen la Biblia. En las tierras paganas, los hombres y las mujeres tienen la misma conciencia de pecado, cuando desean acercarse a Dios. Las religiones de los paganos se caracterizan por los esfuerzos incesantes que deben realizar sus seguidores para expiar el pecado, y apaciguar el desagrado de Dios. Los altares paganos por todo el mundo están manchados con la sangre de los sacrificios de animales ó de seres humanos, y esto se debe a que la humanidad toda, es consciente de la realidad del pecado, y de la necesidad de su expiación.
Con respecto a los paganos que están en tinieblas en cuanto a la Biblia y a la verdad cristiana, dice el apóstol Pablo que muestran “la obra de la Ley escrita en sus corazones, su conciencia dando testimonio, y sus pensamientos acusándolos unas veces y otras defendiéndolos,” (Romanos 2:15).
Tú también tienes que hacer frente a este hecho inalterable que es el pecado, si no lo has hecho ya.
Cuando comienzas a considerar el asunto de tu salvación y reconciliación con Dios, te das cuenta de forma inmediata de esa barrera de pecado que, como una muralla infranqueable, se levanta entre ti y Dios. Tu conciencia te dice que has pecado. Si eres honrado contigo mismo has de reconocerlo. La voz acusadora del Espíritu de Dios te dice que has pecado. Y sobre todas las cosas, la Biblia te lo denuncia también: “Todos pecaron”, dice la Santa Palabra, “y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). “No hay justo ni siquiera uno” (Romanos 3:10) “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino” (Isaías 53:6)
El testimonio de la Biblia acerca de nuestros pecados es universal, acusador e indiscutible: TODOS HEMOS PECADO. SOMOS, PUES, PECADORES. Y dentro de esta categoría tienes que ocupar tu lugar, amigo lector, con el resto de la humanidad.
Junto con esta conciencia de pecado, surge también dentro del corazón humano una conciencia de la santidad y justicia de Dios. Dios es puro y santo. Todos lo reconocen. Dios es justo, luego, no puede permitir ni tolerar el pecado. Si lo hiciera, no sería Dios, pues un Dios que disimulara ante la maldad, no poseería los atributos ó el carácter indispensable de la Divinidad. Esto lo sabemos todos también.
Un juez honesto en un tribunal, debe castigar toda delincuencia. Si no lo hace, debe ser destituido por causa de su injusticia. Ningún juez puede eludir su responsabilidad de dictar la sentencia con que la ley castiga al infractor. Un juez justo no se atrevería nunca a perdonar ó indultar a una persona que sabe que es culpable. Su posición de magistrado, de acuerdo a nuestro alto concepto de la Ley, no le permitiría hacerlo. Es posible que abrigue en su interior un deseo de declarar inocente a un reo culpable, pero la propia ley no se lo permite. Por mucha compasión y lástima que pudiese sentir por él, no puede manifestarla, pues debe prevalecer la justicia. Y así sucede también con el gran Juez justo, que está en los cielos, cuando tiene que tratar con la humanidad pecaminosa. La justicia divina no puede permitir que haga caso omiso de la culpabilidad del pecado humano.
Pero hay otro hecho indiscutible: Que Dios ama a los hombres aun cuando son pecadores. El amor de Dios es uno de los principales temas de las Sagradas Escrituras. Dios ama a toda la raza humana, a cada uno de los descendientes de Adán. Dios te ama a ti en virtud de que eres un ser humano creado por él. No se requiere ninguna otra condición para entrar en el campo de su amor. Cuando no puedas contar con ninguna otra cosa en el mundo, siempre podrás contar con el amor de Dios. Cuando todos los amores humanos han terminado, ó te hayan sido retirados, aun podrás descansar sobre el hecho de que Dios te ama.
En realidad, mi querido amigo, no hay razón alguna para dudar de esta gran verdad. La Biblia afirma continuamente: “De tal manera amó Dios al mundo, que a dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16) “Dios demuestra su amor hacia nosotros en que a pesar de ser pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31:3). “Aunque mi padre y mi madre me dejaran, Jehová, con todo, me recogerá.” (Salmo 27:10)
El amor de Dios hacia los hombres fue ilustrado bellamente por Jesús en la parábola del hijo pródigo, que se encuentra en el capítulo 15 del evangelio de San Lucas. Aunque aquel hijo se había extraviado, marchándose a una tierra lejana, y había caído muy hondo en el pecado, el padre seguía amándole, y cuando volvió a él arrepentido, le recibió de vuelta con lágrimas de alegría y con el beso del perdón.
Dios es, además, por cierto, un Dios de misericordia. La misericordia y el perdón siempre marchan juntos. Nunca puede existir la una sin el otro. En Dios mora el amor, y del mismo modo, mora también la misericordia. Una misericordia infinita, sin límites. El salmista dice: “¡La misericordia de Jehová es eterna!”(Salmo 103:17). La misericordia siempre quiere perdonar y nunca quiere castigar. La misericordia siempre ruega que se tenga clemencia y perdón, y que se libre del castigo al culpable.
Dios es un Dios de justicia, y un Dios de misericordia. Pero ¿cómo puede ser ambas cosas a la vez cuando trata con los pecadores? Por un lado la justicia exige que nuestros pecados sean castigados. Por la otra, el amor de Dios mismo aboga por el perdón del pecador. ¿Cómo puede Dios hacer ambas cosas a la vez: castigar el pecado y perdonar al pecador? ¿Cómo debe tratar con nosotros? ¿Cómo puede ser a la vez justo y misericordioso en su trato con nosotros que estamos tan llenos de pecado? ¿Cómo puede solucionar este gran problema de nuestra salvación?
Gracias a Dios, porque tiene también otro atributo, el de la Sabiduría. La infinita sabiduría de Dios, estimulada por su santo amor solucionó este gran problema, y ofreció un camino por el que podemos tener la salvación.
La respuesta divina al problema de la salvación fue LA CRUZ. Sobre la cruz su divino y amado Hijo murió en el lugar de los pecadores culpables, pagando de este modo una vía para la salvación de todos. En la cruz, ha sido satisfecha la justicia, pues allí el pecado recibió el castigo total. Allí, sobre esa cruz, Cristo siendo infinito, pagó el castigo infinito que exigía por nuestros pecados la justicia divina. El pecado no fue disimulado ni indultado. Fue castigado. “Jehová cargó sobre él, el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). “Cristo fue muerto por nuestros pecados” (1ª Corintios 15:3). “Cristo padeció… el justo por los injustos para llevarnos a Dios” (1ª Pedro 3:18). “El cual mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre le madero” (1ª Pedro 2:24).
Las ultimas palabras de Cristo fueron: “Consumado es”. ¿Qué quiso decir con eso? Que la expiación por los pecados del hombre había sido consumada. La justicia había sido satisfecha. El precio había sido pagado. La misericordia podría ya extenderse hacia los pecadores.
Así vemos en la cruz la presencia de la justicia y la misericordia de Dios, que exigía el justo castigo del pecado, y quedó satisfecha, y también su misericordia, que clamaba pidiendo el perdón del hombre, quedó satisfecha. No es extraño, pues, que el apóstol Pablo dijera que la cruz “es poder y sabiduría de Dios” (1ª Corintios 1:24). Solo la infinita sabiduría de Dios pudo haber ideado el plan tan maravilloso y perfecto de la redención. Fue pensando en él, que escribió William R. Newell las siguientes palabras:
Oh, el amor que abrió el plan de la salvación.
Oh, la gracia que trajo el plan hasta los hombres.
Oh, la enorme separación que Dios unió en el Calvario.
Solo la cruz pudo ser la respuesta al problema de nuestra salvación. Solo la cruz es la solución a tus necesidades y las mías. Solo en la cruz puedes ser perdonado. Solo en la cruz puede un Dios santo sonreír, perdonando y amando a culpables pecadores como nosotros. Ante ello, en un arrebato, el apóstol Pablo exclamo: “Lejos este de mi ensalzarme, que no sea en la cruz de Cristo”. (Gálatas 6:14).
La cruz es la parte de Dios en la obra de nuestra salvación. Nosotros no hicimos nada para ser salvos. Él lo hizo todo. Nuestra salvación se debe exclusivamente a la acción llena de gracia de un Dios justo y amante, para proporcionar un medio por el cual pudiese salvarse la humanidad pecadora y culpable. La salvación es, primordialmente, la obra de Dios, y se debe a su sabiduría, a su amor, y a su gracia.
2. La parte que te corresponde a ti.
Si Cristo murió por nosotros, y pagó la deuda de nuestros pecados, ¿debemos llegar a la conclusión por ello de que todos los hombres son salvos automáticamente? ¿No hay nada que nosotros mismos debemos hacer para ser salvos? O, como lo expresó un personaje de las Sagradas Escrituras: “¿Qué debo hacer para ser salvo?
Toda alma que se da cuenta de su necesidad, se formula esta pregunta, conozca ó no el mensaje del evangelio. Cuando una persona llega a sentir ansias de la salvación y de la comunión con Dios, lo primero que dice, naturalmente, es: ¿Qué debo hacer? Por desgracia, hay muchas personas que están tan obsesionadas con la idea de que deben hacer algo para salvarse, que son como ciegos frente a lo que Dios ha hecho ya para su salvación. Sin embargo, la pregunta es lógica y natural, y hasta diríamos que inevitable. ¿Qué es lo que debo hacer para ser un cristiano?
Los hombres no se salvan en masa y automáticamente por el simple hecho de que Cristo murió por ellos. Hay un papel que debe ser desempeñado por cada individuo. Pero debes tener presente en forma bien clara que el papel nuestro en el asunto de la salvación es muy sencillo y pequeño. Todo lo que tenemos que hacer es aceptar, con fe sencilla, lo que Cristo hizo por nosotros en la cruz. Creer, aceptar, confiar y recibir, lo que él ha hecho ya en nuestro favor. La parte que te corresponde a ti, pues en la salvación, es muy sencilla. Es TENER FE. “Por gracia sois salvos –dice la Palabra de Dios- por la fe” (Efesios 2:8).
Cuando el carcelero de Filipos les dijo a Pablo y Silas: “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?”, el gran apóstol le respondió sencillamente a esa alma ansiosa y desesperada: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo” (Hechos 16:31). Si, la parte que nos toca a nosotros en el plan de la salvación de nuestra alma, es simplemente que tengamos fe. Una fe sencilla como la de los niños que confían implícitamente. No se requiere nada más, pero tampoco nada menos ha de ser suficiente. Nada menos ha de darnos la salvación.
Pero quizás entonces se suscite en tu pensamiento otra pregunta: ¿Qué es la fe? A la mente humana le resulta difícil comprender lo que es la fe, y más difícil aún, ponerla en practica. Sin embargo, debiera ser lo mas fácil de entender y en cierto sentido lo es.
En primer lugar la fe abarca conocimiento ó comprensión. Esto es cierto en cuanto a cualquiera de sus formas, aun cuando se trate de aquella fe común que se ejerce mil veces en la vida diaria. No podemos creer en algo de lo cual no tenemos ningún conocimiento. La fe viene como resultado de algo que oímos ó aprendemos. Cuando oyes hablar acerca de alguna cosa, crees, ó no crees; ejerces la fe ó no lo haces. La fe salvadora requiere el conocimiento y la comprensión de la cruz, y de lo que hizo Cristo en ella. Cuando alguien oye el mensaje de la muerte de Cristo por sus pecados, la fe salvadora no nace hasta que la persona no se da cuenta del hecho de que Cristo ha pagado una vez y para siempre, el precio de dichos pecados, y que no queda más por hacer sino aceptar esa obra.
Cualquier alma que escucha el evangelio con su mensaje de que Cristo murió por sus pecados, y que realmente entiende el hecho glorioso de que la salvación es una obra ya consumada efectuada por Cristo para nosotros, ya tiene dentro de si, la esencia de la fe. Una vez que el hecho de la salvación haya sido comprendido, la fe estará bien cimentada. Nunca olvidaré la noche en que la fe llego a ser mía. Un siervo de Dios me había hablado larga y pacientemente, llevándome hacia la cruz y hacia la invitación de Cristo para que yo fuese salvado, pero parecía que todo lo que yo podía ver era mi pecado y mi indignidad. El hombre oró conmigo, y yo traté de orar también, pero salí de la reunión esa noche sumido en las tinieblas espirituales y en la tristeza. No obstante, cuando llegué a casa, de rodillas junto a mi lecho, comprendí claramente que Jesucristo había pagado el castigo de todos mis pecados. ¡Había expiado mis pecados! ¡Había muerto por mí!
Comprendí por vez primera el alcance del plan de la salvación. La fe nacía en mi alma. Comprendía lo que Cristo había hecho en la cruz del Calvario. Dicho conocimiento constituye el primer elemento de la fe.
La fe significa también decisión. Una vez que haya comprendido el glorioso hecho de la obra de la cruz, el alma forzosamente tiene que tomar una decisión: la del arrepentimiento del pecado y la aceptación de Cristo, o lo contrario.
Una vez que haya sido comprendido el mensaje de salvación, tiene que tomarse esa decisión de fe. Hay personas que se han criado en hogares cristianos, y han recibido durante todas sus vidas enseñanzas evangélicas, pero que, a pesar de todo ello nunca han decidido personalmente aceptar a Cristo.
La decisión de aceptar a Cristo, desde luego, comprende la decisión de arrepentirse del pecado. Todo el que posee algún conocimiento de las verdades espirituales sabe que seguir a Cristo significa abandonar el pecado. El que no lo entiende así, no ha recibido todavía ni los primeros destellos de la fe. Y es esta necesidad de arrepentimiento del pecado que hace que muchas personas no acepten a Cristo. La decisión tiene que hacerse. Habiendo comprendido ya lo que Cristo hizo por mí en la cruz, y sabiendo que aceptarle y seguirle significa arrepentirme de mis pecados y abandonarlos, tengo que decidir que es lo que voy a hacer. Triste es decir, pero hay quieres, sabiendo perfectamente lo que es la salvación, y lo que significa aceptar a Cristo, resuelven rechazar su gracia y seguir en su camino de pecado. Los tales no han ejercido la fe, pues esta implica decisión.
No solo debe existir la comprensión intelectual sino también el ejercicio de la voluntad. La fe afecta al intelecto y a la voluntad. Ya que Cristo murió por mí, y yo lo reconozco, lo único que se interpone entre mi persona y la salvación de mi alma, es mi propia voluntad. ¿Cuál será mi elección al ver a Cristo inmolado en la cruz, pagando el precio de mi pecado?
Veamos algunas ilustraciones de estas verdades. Supongamos que tú estas enfermo de gravedad. Tus parientes llegan a saber acerca de un célebre médico que sabe como curar la enfermedad que tú padeces. Lo llaman a tu cabecera, diagnostica tu caso, y receta el remedio necesario. Este, es sumamente costoso, pero a pesar de ello, tus parientes lo consiguen, pagando por él, con grandes sacrificios, la suma exigida. ¿Te salvas de la muerte porque el remedio haya sido recetado, comprado y puesto al lado de tu cama? Desde luego que no. Tienes que tomar el remedio que te ha sido traído. Si te niegas a hacerlo, has de morir. Si estás dispuesto a tomarlo vivirás. Así sucede con el asunto de la salvación. Tienes que aceptar lo que Cristo ha hecho por ti, a fin de que seas beneficiado por su obra.
Supongamos que desees hacer un viaje a Australia en avión. Compras el billete, y lo llevas en la mano. Miras el avión en la pista de aterrizaje del aeropuerto, y dices que conoces sus buenas condiciones y que tienes confianza en el. ¿Bastará todo esto para que cruces el océano? Por cierto que no. Tienes que embarcarte en el avión. Cuando la fe que decías tener en el empieza a traducirse en hechos, y subes al aparato, has de llegar a tu destino a menos que fallen los motores. En el caso de Cristo, él, la Nave de la Salvación, no puede fallar. Pero ¿has ejercitado tu fe subiendo a bordo?
¿Has hecho tu decisión? ¿Has aceptado a Cristo, arrepintiéndote de tus pecados y proponiéndote en tu corazón con sinceridad seguir en pos de él? Si no lo has hecho aún, esta todavía frente a frente con esta decisión. ¿Cómo reaccionarás frente al hecho de que Cristo murió por ti, y que ahora te esta rogando que acudas a él para obtener un perdón completo y gratuito? ¿Cuál será la respuesta de tu voluntad a este conocimiento de la cruz que posees?
¡Bienaventurado todo aquel que haya hecho ya su decisión! Es la más importante de todas las decisiones, pues de ella depende tu destino eterno. Si ya la has hecho, si has aceptado a Cristo y te has arrepentido de tus pecados, entonces tu salvación está asegurada.
La fe es simplemente creer las promesas de la Palabra de Dios. La Biblia dice: A todos los que le recibieron, les dio el derecho de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Juan 1:12) Al que a mi viene no le echo fuera (Juan 6:37). Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar. (Mateo 11:28), también son palabras de Cristo: Para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).
¿Cumplirá Dios su Palabra? ¿Cumplirá Cristo sus promesas? De ello depende nuestra fe. De allí que la fe en su ultimo y más simple análisis, es creer las promesas de la Biblia, que es la Palabra de Dios. Si no nos aferramos a sus promesas, no podremos tener una esperanza segura. Si su Palabra es segura, lo es también nuestra fe.
La fe es cuestión de aferrarnos a la única esperanza de salvación, que es Cristo crucificado. Tal vez no alcances a comprender todo el significado espiritual de la cruz ó todas las explicaciones teológicas de la expiación, pero sabes que Cristo hizo algo en la cruz: que pagó el precio de tus pecados. Y sabes que la obra hecha allí es tu única esperanza de salvación. Y a ese Salvador crucificado en tu lugar te abrazas con fe sencilla y sincera.(1)
Si después de leer esto, has comprendido el peso de tu pecado que ofende a la justicia y santidad de Dios, pero a la vez el gran amor de Dios que ha provisto en la Cruz, por medio de la muerte de su Hijo único, Jesucristo, la salvación amplia, generosa y gratuita, que puedes recibir por medio de la fe. Entonces ahora es el momento de decidir si quieres reconciliarte con Dios y tener la vida eterna que él preparó y promete por medio de la morada de Cristo en tu vida, ó seguir tu camino que conduce al juicio y a la condenación. Estas palabras de Dios también pueden ser de aplicación para ti: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él” (Deut. 30:19-20). Y Jesús prometió: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.”
Con sinceridad y sencillez pide ahora, mediante una humilde oración, perdón a Dios por tus pecados, agradece su infinito amor, y dile que confías única y exclusivamente en Jesucristo como tu Salvador, y quieres seguirle y obedecerle para que sea el Señor de tu vida. Pídele que aumente y fortalezca tu fe, y que a partir de aquí tome el control de tu vida, y te guarde del mal.
Acabas de hacer “las obras de Dios” para poseer la vida eterna, que no es sino: “creer en aquel a quien Él ha enviado” (Juan 6:28 y 29). “Porque ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo.” (Juan 17:3)
Si esto ha sido una realidad en tu vida, verás como Dios que te ha salvado, también hará progresar tu vida espiritual cada día. Sentirás deseos de conocer más a quién te ha salvado, te ha adoptado como hijo y ha preparado para ti una herencia eterna en los cielos. Lee las Escrituras. Empieza por el evangelio de Juan. Luego los otros evangelios. Sigue con los restantes libros del Nuevo Testamento y finalmente el Antiguo Testamento. Ora a Dios cada día confesando y pidiendo perdón por tus faltas, expresándole tu amor, pidiendo que ilumine tu entendimiento para comprender su Palabra con el único propósito de conocerle y amarle más.
(1) Estos breves apuntes fueron escritos con gran sabiduría por el evangelista y misionero Christian Weiss.