persona arrodillada clamando al cielo con los brazos abiertos
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El salmo 130 no nace de la espontaneidad ni de la superficialidad, no son palabras elegidas a la ligera. Las palabras que emplea para iniciar el pensamiento: «De lo profundo», marcan la línea de partida de un mensaje meditado y convencido.

     Y es que en lo profundo se encuentra el poso, eso que lentamente se va acumulando en la quietud de unas aguas tranquilas e inalterables como el asfalto. Poco a poco, día tras día, año tras año, caída tras caída, mazazo tras mazazo. Estas palabras apuntan a un sentimiento pesado, y no hay nada que pese más en el alma y en la conciencia que el pecado cuando el corazón todavía es sensible y receptivo como para percibir la decepción que produce pecar. Da igual que sea contra uno mismo o contra el prójimo, en cualquier caso siempre es contra Dios. El pecado es una losa pesada que por su propia densidad se va acumulado lentamente hasta tocar el fondo del corazón. En el fondo ya no hay nada más para seguir bajando. Es el límite último. En lo profundo, ya no hay ruido, ni aire, ni fuerzas, ni nada. Sólo el silencio absoluto, sordo y permanente de la reflexión.

     Y es ahí, donde reina ese silencio tan fuerte y monolítico que no es posible de romper con un mero susurro, ni si quiera con una voz contenida; en lo profundo, sólo la potencia de un clamor que surge del corazón puede ser lo suficientemente potente para convertir el alma en voz, y elevarla desde el fondo de un pozo hasta el techo de los cielos.

     Pero este clamor, a diferencia de otros que se pueden verter en momentos abruptos producidos por el dolor fruto de una tragedia inesperada, de esas que atraviesan el alma y dejan una herida abierta como si una daga atravesase el costado, no es sólo un llanto desgarrado al aire. Este clamor es un desahogo. Es un esfuerzo titánico de un cuerpo quebrantado. Un esfuerzo que no puede malgastar la oportunidad que brinda un ánimo fatigado, como para que la fuerza de la voz se pierda en el espacio tratando de dibujar un sermón elocuente y elaborado. Porque este clamor es algo urgente e intenso, en donde la fuerza radica en la escueta explosión del golpe de voz: «Oye mi voz». Tres palabras son suficientes para reclamar atención, coger entereza, recomponerse de la intensidad empleada y descansar en el estado apocado en que se encuentra.

     Este salmo representa a una persona que lleva tiempo buscando una respuesta de Dios, tal vez pudiera ser un creyente que tiene un bagaje a sus espaldas y un caminar sostenido en el tiempo por el sendero angosto. Está no es la primera vez que ha intentado abrir labios y su corazón… «Estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica» evidencia un sentimiento de frustración, de haber tratado sin éxito obtener una ayuda que no llega, dando a entender que todas las otras veces que ha intentado decir lo que ahora va a revelar no se ha sentido escuchado como si Dios no hubiese estado atento.

     Pero esta ocasión es diferente. Se siente escuchado. Su súplica honesta le ha situado en el espíritu y en la disposición idóneas para dar y recibir, para hablar y sentir. En sus adentros lo sabe y se prepara para hacer, lo que ha venido a hacer: Una confesión.

     «JAH, si mirares a los pecados, ¿Quién, oh Señor, podrá mantenerse?». No hace falta decir más, no hace falta entrar en los detalles de qué o cuáles son las manchas que arrastra ni las cargas que porta. Estamos ante la confesión de un pecador, que se sabe y se siente pecador, sucio y desnudo ante la santidad, la majestad y la pureza de Dios. Es la confesión de alguien que se sabe suspenso y que conoce las consecuencias de estar en la presencia de Dios en esa condición. Es el temor y el respeto debidos de quien clama a Dios para pedirle algo y se persona delante de Él con los apuros que le produce la exposición y la vergüenza de sus pecados. La idea de que Dios los vea y no pueda o quiera ver más allá. Ya no se trata de si podrá o no mantener la mirada y aguantar una mirada de vuelta de parte de Dios… El temor que le consume es si podrá mantenerse él, su ser, su persona, en presencia de Dios sin ser consumido, porque sabe de buena tinta que Dios conoce todas las acciones del hombre, incluso lo profundo del corazón y sus más íntimos pensamientos. Él sabe que no hay nada oculto a su conocimiento. No se puede disimular, ni fingir, ni pretender ser algo que no es.

     Y en ese momento, lo siente en su corazón, su alma tiene paz. Un consuelo y una agradable quietud. Es el efecto del perdón que solo Dios puede dar. Su voz no ha sido lo único que salió de las profundidades. Todo su ser emergió del pozo de tinieblas en el que se encontraba, gracias a la misericordia de Dios. Ha sido una experiencia sanadora, vivificadora. El efecto del renuevo que solo Dios puede hacer en la vida de los que esperan en él.

     Y ahora, echa la vista atrás en la línea del tiempo de su caminar y recuerda cómo ha sido la espera, las veces que sentía estar en la oscuridad de la noche, como un centinela o un vigilante que tiene que esperar hasta la desesperación la llegada del primer rayo del alba, el alba que anuncia la luz del día. La plenitud de la redención. El descanso tras la dura jornada durante la noche. Dios es el descanso y la comunión con él, el perdón y la paz del alma. Dios es la respuesta ante el clamor.

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