Una playa en la que se ve una Biblia abierta al atarceder
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Hay una serie de mecanismos que la sociedad a lo largo de los siglos ha ido estableciendo como premisas de obligada sujeción, cosas que hay que tener en cuenta para llegar a unas conclusiones validas y acertadas. Es más, las personas que deciden ignorarlas, a su debido tiempo quedan evidenciadas por su mal hacer o su mal discernimiento y se ven obligadas a rectificar.

     Dicen que rectificar es de sabios, enfatizando en el hecho de que los que rectifican son proclives a admitir unas instrucciones adversas y no son cabezones u orgullosos. Pero en muchos casos, rectificar, más que de sabios es de torpes, ya que se podría haber evitado la rectificación si previamente se hiciese caso a las premisas.

     Voy a poner un par de ejemplos para ilustrar esto. Una situación muy sencilla de entender y muy práctica, es el de la parábola de los dos cimientos (Mateo 7:24-27), aquella en la que una persona asienta su casa en la roca, en un fundamento sólido y fuerte, y aquella otra persona que decide edificar su casa en la arena, ignorando la premisa que establece que para levantar una casa hay que buscar un firme sólido. Al tiempo, su mala decisión le pasa factura, cuando viene la tormenta y le deja sin casa, mientras que el otro permanece a salvo. Otro ejemplo, es el que aprendimos en el colegio cuando nos enseñaban las primeras reglas de las matemáticas: Primero se hacen las multiplicaciones y las divisiones, y después las sumas y las restas. No seguir esta instrucción, nos lleva de forma ineludible a un resultado equivocado. En conclusión, las premisas son reglas invariables y objetivas de obligado cumplimiento, sin las cuales estamos condenados a equivocarnos sí o sí. Su carácter invariable se manifiesta en que ya sea hoy o hace mil años siguen vigentes, sin cambiar un ápice si quiera.

     A pesar de que las premisas suelen ser bastante claras, en numerosas ocasiones las personas tratamos de quitarles el valor que realmente tienen. Nos empeñamos una y otra vez en hacer las cosas de forma distinta a lo establecido. Ya sea por querer ser originales o porque tengamos un alto concepto de nosotros mismos, osamos anular el valor que tienen para equipararlas a nuestra propia opinión o incluso, yendo un paso más allá, relegarlas bajo nuestra propia opinión. En lugar de tener en cuenta estas instrucciones básicas y obedecerlas, las tomamos como una mera opinión, tan válida como cualquier otra, algo de lo que podemos disponer a nuestra voluntad. Es entonces cuando la premisa, que es una instrucción objetiva, es ninguneada y convertida en algo relativo y subjetivo.

     Una premisa fundamental dirigida a garantizar los derechos de las personas es el principio conocido como “In dubio pro reo”, o lo que es lo mismo: en caso de duda, hay que resolver en favor del acusado. Los tribunales de justicia y los creadores del derecho establecieron esta premisa para determinar la correcta perspectiva que los jueces debían tener a la hora de dictar una sentencia. Para que la justicia se pueda impartir correctamente y de forma objetiva y justa, es imprescindible atenerse a este principio.

     En los juicios, la persona que acusa tiene que acreditar y probar, todas y cada una de las acusaciones que está formulando. La acusación es quien recibe la carga de la prueba, y a quien se le encomienda por tanto, la labor de probar la veracidad de lo que está acusando. Cuando las pruebas practicadas no son concluyentes, es decir, cuando hay una duda razonable; el acusado debe ser puesto en libertad.

     Pese a que en los juzgados se cometen a diario muchísimas injusticias, ya sea por la corrupción de los jueces, por la existencia de leyes injustas, por las “lagunas” que tienen las normas en las que encuentran amparo los malhechores para irse de rositas, por la interpretación forzada de los preceptos por parte de los abogados que fuerzan la ley y el derecho… Con todo, si no se tuviese en cuenta el principio “In dubio pro reo”, sería completamente imposible hacer justicia siquiera una sola vez.

     Pues bien, a la hora de leer y estudiar la Biblia también tenemos que sujetarnos a una serie de premisas, sin las cuales estamos abocados a llegar a conclusiones completamente incorrectas. Son muy sencillas, pero conviene recordarlas para que podamos tener, al igual que los jueces, la correcta perspectiva a la hora de analizar un texto o un versículo. Vamos a citar cuatro muy elementales:

     1.- Proverbios 1:7 “El principio de la sabiduría es el temor a Jehová”. Cuando leemos la Biblia, tenemos que ser conscientes de lo que esto representa. Es necesario que nos mentalicemos que estamos leyendo “La Palabra de Dios”. Con todo lo que esto significa. Tenemos el privilegio de conocer el carácter del mismísimo Dios.

     Obviando este principio, desplazamos a Dios del lugar que verdaderamente le corresponde y nos erigimos a nosotros mismos como nuestros propios dioses. La consecuencia de pensar así, supone una ineludible pérdida de criterio que nos incapacitará para discernir espiritualmente las cosas que nos rodean, tanto las sencillas como las existenciales, llegando siempre a conclusiones erráticas.

     2.- 1ª Corintios 1:25 “Porque lo insensato de Dios, es más sabio que los hombres”. A veces leyendo la Biblia, encontramos algunos pasajes que a primera vista nos parecen ilógicos o incoherentes. Pasajes en los que no entendemos el por qué Dios dice o hace una cosa determinada. Muchas personas, en lugar de establecer que el error está en ellos, en la percepción que tienen sobre el texto en cuestión, desoyen este versículo, y piensan para sí que “Esto está mal” o “esto no puede ser así”. De forma inconsciente o no, están equiparándose con Dios, están juzgando sus palabras, y las rechazan, para asentar su propio razonamiento por encima de Dios. No aceptar la enseñanza de la Biblia por no encontrarle lógica equivale a sostener que Dios está equivocado. El propio apóstol Pablo se lamentaba porque los judíos habían definido una justicia al margen de la justicia de Dios, y daban culto a esa justicia y no a la de Dios (Romanos 10:3).

     Debemos recordar que de Dios emana toda la sabiduría y que nosotros, por mucho que sepamos no podemos compararnos con Él. Esta premisa nos enseña que cuando tenga una duda entre lo que yo crea y lo que Dios dice, Dios siempre tiene la razón. Porque para eso es Dios. Él es el autor de la vida, el diseñador de todas las cosas, nuestro creador. Dios conoce todas las cosas, y nosotros, en muchas ocasiones, ni siquiera somos capaces de conocernos a nosotros mismos (Jeremías 17:9-10).

     3.- 1ªCorintios 8:2 “si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo”. La Palabra de Dios es viva, y cada día nos enseña cosas nuevas. El decir que sabemos algo al 100% simplemente pone de manifiesto nuestra incapacidad para seguir aprendiendo cosas. La grandeza de Dios es mucha, no pienses nunca que ya sabes todo de algo.

     4.- Hebreos 6:18 “Es imposible que Dios mienta”. Dios es la verdad, la única. Por tanto, cuando Dios dice que algo es así, sencillamente lo es, porque Él a diferencia de las personas, no miente.

     Podríamos establecer más premisas, pero estas que son muy básicas, nos sirven para ilustrar el propósito de este artículo “In dubio pro Theos”, en caso de duda Dios siempre tiene la razón.

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