Recuerdo que cuando vi la película “Troya”, dirigida por Wolfgang Petersen, y protagonizada por Eric Bana en el papel de Héctor y Brad Pitt en el de Ulises, me llamó la atención las razones de Ulises para participar en una batalla en la que, a pesar de no estar interesado en ella ni creer en la necesidad de librarla, encontraba su motivación en la idea de pasar a la posteridad por el hecho de haberla luchado. El personaje de la película sostenía que si participaba en una batalla que se preveía histórica su nombre no sería olvidado. Esto llamó mi atención, y recordé lo dicho por Salomón: “No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después” ( Eclesiastés 1:11). .
Desde el inicio de los tiempos, el ser humano ha centrado los sueños e ilusiones en una idea: Ser inmortales. Aunque claro, después de siglos de historia y ver que las generaciones van pasando una tras otra haciendo olvidar cada una a sus predecesoras, la idea inicial se ha visto obligada a redefinirse, reconvirtiendo el concepto de ser inmortal, por ser atemporal, intentando pasar a la posteridad dejando su nombre escrito en las páginas de la historia, tal y como pretendía Ulises. Esta perspectiva nace de las personas que piensan que la muerte es el final absoluto e irreversible. De ahí, podemos ver esfuerzos en todos los campos y disciplinas que están orientados a convertir al hombre en el protagonista de un episodio, una etapa o un acontecimiento que permita escribir una página de la historia con su nombre y ser recordado por generaciones venideras, siendo así “eterno”.
El fugaz tránsito de la vida sumado a la cantidad ingente de personas que cohabitan con nosotros, hacen surgir en el interior humano la necesitar de ser reconocidos. Como escribió Salomón “ni del sabio ni del necio habrá memoria para siempre; pues en los días venideros ya todo será olvidado, y también morirá el sabio como el necio” (Eclesiastés 2:16).
Hay una necesidad vital de sentir que el resto de la gente sepa que existimos, y no necesariamente aquellos que coexisten con nosotros, sino también aquellos que vengan después. Es como decir… “¡Eh! ¡Que yo también he estado aquí, soy así e hice esto!”. Y es que la idea de tener una vida gris, intrascendente, que transcurre en la total indiferencia ajena y que para más inri es perecedera cual suspiro, dibuja un preocupante escenario de vacuidad existencial. Ser olvidado cuando uno ya no esté presente, y que nuestra existencia sea completamente prescindible y olvidable es una realidad abrumadora que hace brotar la tristeza y la melancolía que en no pocos casos puede concluir en depresiones de trágico final. Recomiendo la lectura de Eclesiastés 1:1-11 y Eclesiastés 2:1-26, sin duda definen magistralmente la vacuidad de la vida material.
Y es que el hecho de que haya “nombres” que han pasado a la historia de la humanidad y sean recordados hoy día, a pesar de que hace siglos que han dejado de vivir, no implica en absoluto el conocer a esa persona. Saber de la existencia de algo no implica necesariamente conocer la complejidad de su ser. Por ejemplo, ¿Alguien me puede hablar de quien era su bisabuelo? Quizá haya una inmensa minoría que puedan identificar a grandes rasgos quien era, casi del mismo modo que se hacía en la clase de Literatura del instituto cuando nos hablaban de la vida de los escritores: Nació en el año “tal”, en la ciudad de “cual”, tuvo “x” hijos y trabajó en el oficio “tal”. Lo cierto es que nadie podría hablarnos de su esencia, de cómo era, cuáles eran sus inquietudes, sus miedos e ilusiones, sus motivaciones, sus sueños y anhelos… En resumidas cuentas no podrían hablarnos nada de nada acerca de la identidad y personalidad de la persona que se esconde detrás de las letras que componen un nombre y unos apellidos… Simplemente, bastan dos generaciones (abuelos y padres) para que el bisnieto que lee estas líneas no sepa quién y cómo era su propio bisabuelo.
Otra visión que pretende redefinir el concepto de “ser inmortal”, es la idea simplista y complaciente de que uno “vive” mientras lo recuerden en su memoria aquellos de lo conocen. Este mensaje lo repiten hasta la saciedad muchos actores y faranduleros en sus obras, películas, canciones y a veces, incluso en “entrevistas” exclusivas en las que pretenden mostrar su lado más íntimo y personal. Pese a que esta idea es una completa tontería, el mensaje ha calado más de lo que nos podemos imaginar, especialmente en aquella gente que está dispuesta a creer en cualquier cosa antes que creer a Dios.
Ahora bien, si nos paramos a analizar un poco esa idea, y asumiésemos que la inmortalidad fuese algo que dependiese de la memoria de los demás… ¡Vamos apañados! Como leí una vez, la memoria lo primero que olvida es un favor y lo último una ofensa… Así que si has sido “bueno”, en dos días ya habrás dejado de ser “inmortal”, y si has dejado heridas abiertas tu recuerdo perdurará más tiempo, pero tu recuerdo será malo. Con todo, en uno u otro caso ese recuerdo se diluirá con el paso de dos generaciones, y esa “inmortalidad” habrá dejado de ser.
¿Por qué buscamos la inmortalidad si ya somos inmortales?
Sin duda alguna esta es la pregunta que más me llama la atención. Creo que no hay búsqueda más inútil que aquella que se hace sin ser consciente de que se tiene aquello que se está buscando. Por ejemplo, seguro que te ha pasado a ti o a algún conocido que ha estado angustiado buscando algo desesperadamente por todos lados, y al final resulta que estaba en un bolsillo del pantalón que vestía mientras lo buscaba. ¿No es una situación absurda? Pues en este caso pasa lo mismo.
La única razón por la que la gente sostiene esa búsqueda de la inmortalidad es porque tiene una visión limitada de su propia existencia. La Biblia nos define como un ser compuesto por tres elementos: espíritu, alma y cuerpo (1ª Tesalonicenses 5:23), y es precisamente en este último con el que se quedan muchos, ignorando la compleja trinidad de su existencia. El cuerpo es el envoltorio físico de nuestro ser que se desgasta hasta morir (Job 13:28), pero la muerte física no es el final (Lucas 12:4-5), es la interrupción que pone punto y aparte a la etapa más determinante que tendremos que afrontar, pues establecerá uno de los dos posibles destinos en donde pasaremos la eternidad (Mateo 25:45-46), uno de castigo y otro de bendición.
Por eso, si tuviésemos que emprender una búsqueda que estuviese ligada a nuestra eternidad, no debiera centrarse en intentar ser inmortales, pues ya lo somos; ni tampoco debiera obsesionarnos la idea de pasar a la historia de los hombres buscando su reconocimiento y su gloria. Mas bien, deberíamos centrar nuestros anhelos en definir el dónde y el cómo queremos pasar nuestra eternidad.