cadenas rotas
Cristo rompe las cadenas del pecado que atan a las personas.
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En esta ocasión vamos a tratar el objetivo que Dios tiene para salvarnos y nuestro objetivo de ser salvos. Hay tres cosas que debemos entender bien y a las que debemos dar un verdadero valor, que en ningún caso deben ser tratadas como si fuese algo que se pueda encontrar en un bazar barato.

     1. Necesitamos ser salvados de pena de pecado.

     Las personas podemos engañarnos diciendo que no pecamos mucho, pero si por ejemplo, cometemos solo tres o cuatro pecados al día… Un enfado, una mentira, un poco de envidia y un pensamiento pecador, y lo multiplicamos por los 365 días del año… una persona que viva unos 45 años alcanzaría una cantidad de más de 50.ooo pecados. ¿Qué posibilidades de perdón tendría un infractor que ha cometido más de 50.000 de infracciones delante de un juez?

     En Romanos 3:23, la Biblia dice: “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”. La paga por el pecado es la ausencia de Dios. Si una persona peca y no se arrepiente por cometer ese pecado y sigue viviendo y “revolcándose” en ese pecado, el Espíritu Santo lo abandona. La pena o la condena por el pecado es una realidad, que con el tiempo nosotros olvidamos y pensamos que Dios también lo olvida.

     El pecado provoca la reacción de la justicia de Dios. Él nos ama, pero su justicia no puede pasar por lo alto el pecado. Dios condena el pecado no porque Dios sea malo y nos quiera condenar, sino porque Él es santo y justo, y su reacción ante un pecado determinado, es automática. Esto se debe a que su naturaleza es santa y justa (Habacuc 1:13), y Dios no puede permanecer indiferente ante la injusticia, la inmoralidad y la maldad. Algo así como el polo de un imán que repele a otro por una ley universal, sin tener en cuenta el tamaño, la forma del otro imán cuyo polo se le acerca.

     El hombre debe arrepentirse sinceramente del pecado, debe arrepentirse del estado en el cual ha vivido y de los pecados que cometa después de convertirse, y entonces recibe el perdón, “porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). Y Jesucristo sufrió la pena.

     2. Necesitamos ser salvados del poder del pecado.

     Este punto es diferente al que acabamos de tratar. La pena del pecado se refiere al pasado, se refiere a los pecados que hemos cometido. Sin embargo el poder del pecado se refiere al presente, cuando este poder puede producir nuevos pecados. Por ejemplo: En el campo junto el trigo, crece también la cizaña. Si esta hierba mala es cortada, sus raíces pueden resistir bajo tierra más de cinco o seis años y después volver a crecer de nuevo. En todo ese tiempo el agricultor puede pensar que ya no existe la cizaña, que ha desaparecido, pero la realidad muestra que no.

     El Señor dijo a la mujer pecadora: vete, y no peques más. Hemos pecado antes de ayer, ayer… pero hoy pone freno, no pecas más. La salvación nos saca de la pena del pecado y nos libra de su poder y de su autoridad. En el creyente el pecado no debe tener autoridad, no debe desear que el pecado sea como el dueño de la casa, sino como un inquilino que puede venir accidentalmente.

     Dios nos perdona de los pecados del pasado y nos da poder para no pecar más. Hay personas que piden en oración por los pecados futuros: “perdónanos los pecados cometidos y los que vamos a cometer”. Esto es incorrecto. Como dice Romanos 6:23 “La paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”.

     3. La salvación nos da la liberación de la presencia del pecado

     Podemos leer en Romanos 16:20 lo siguiente: “Y el Dios de paz aplastará en breve a Satanás bajo vuestros pies. La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros”.

     Esto va dirigido a que Satanás no tiene derecho de estar en nosotros, y también que a nosotros no debe gustarnos ver o cometer el pecado. Tal y como se recoge en Romanos 6:20-23 “Porque cuando erais esclavos del pecado, erais libres acerca de la justicia. 21 ¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte. 22 Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna”.

     Como hemos dicho al principio, por una parte está el deseo de Dios de salvar a la humanidad y por otra, el deseo de las personas de ser salvadas. Tanto Dios como las personas desempeñan un papel en la salvación.

     La parte de Dios en la realización de la salvación

     No debemos sentirnos “responsables” de lo que Dios debe hacer pero tampoco debemos desentendernos de nuestra parte y dejar todo sobre Dios. Debemos saber cuál es su parte y cuál es nuestra. En Juan 3:16 podemos ver la parte de Dios, la que Él hizo. “porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Jesucristo pago toda nuestra deuda no solo una parte. No debemos cometer otras deudas. Él ha venido para despertar en nosotros el espíritu de culpabilidad que nos llama al arrepentimiento.

     Dentro de la parte que Dios ha asumido es la de permitir que el Espíritu Santo habite en nosotros y que nos ayude cada día a confiar en Dios en todas las circunstancias. También ha dispuesto que seamos sensibles a su sacrificio y a nuestra condición, por lo que proveyó de un espíritu de culpabilidad diario. El Espíritu Santo enseña a nuestro espíritu y le ofrece la posibilidad de sentir culpabilidad y que en este estado podamos llegar al arrepentimiento.

     La parte del hombre en la salvación

     Es imprescindible que tengamos presente diariamente la cruz y el sacrifico de Jesucristo, y cómo sufrió por nuestros pecados. Después tomar nuestra propia cruz y seguirle. Por otra parte es necesario que confiemos en Él por todo lo que hizo y hace cada día por nosotros. Tenemos sus promesas y por esta debemos confiar en Él con fe, y es esta la clave en la relación espiritual entre las personas y Dios. En esta fe se produce la transferencia de la justificación, de su parte para los que creemos y la transferencia de nuestra culpabilidad hacia Él.

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