Desde 1998 hasta hoy han llegado a España, según cifras oficiales, algo más de 4.600.000 inmigrantes procedentes en su mayoría de Hispanoamérica, países europeos del este y africanos. De esta impresionante marea humana, solo una pequeñísima parte, que yo calculo en alrededor del 0,4%, es decir, entre 15.000 y 20.000, son personas que habiendo conocido el evangelio en sus países de origen se han integrado en las iglesias evangélicas españolas, ó en algunos casos han constituido iglesias independientes.
Para el pequeño pueblo evangélico español, constituido realmente por poco más de cien mil personas, digan lo que digan la FEREDE y otros organismos evangélicos, (basta el simple cálculo de multiplicar 2000 locales de culto por unas 50 personas de media), la llegada de estos hermanos en la fe ha producido una falsa sensación de importante crecimiento de las iglesias, que vamos a analizar en los siguientes párrafos.
Si además tenemos en cuenta que el grupo denominacional evangélico más numeroso en España son las iglesias de Filadelfia, relacionadas con el pueblo gitano español, y que los inmigrantes por razones culturales apenas se han integrado en estas iglesias, la entrada de estos hermanos inmigrantes han supuesto, en muchas ocasiones, incrementos de un 30 por ciento ó más de los miembros y asistentes de las distintas iglesias evangélicas de España.
Estas personas han traído nuevos rostros a nuestro entorno eclesial, bancos y sillas ocupadas e incluso nuevas voces participando en los servicios y cultos. Pero la verdadera situación del evangelio en España es bien diferente de lo que muestran estos locales ahora llenos. En primer lugar porque estos nuevos, en el sentido de recién llegados, hermanos en la fe, no lo son en virtud del trabajo evangelizador de las iglesias de España, sino que se trata de personas que han conocido y aceptado el evangelio en sus países de origen, y una vez aquí han buscado iglesias en las que reunirse y hermanos con los que mantener comunión. En segundo lugar, porque ante la situación de recesión y crisis económica que estamos padeciendo, muchos de ellos tendrán que regresar a sus países de origen ó emigrar a nuevos destinos que les ofrezcan mayores oportunidades. Entonces con el mismo proceso, ahora invertido, con que los locales se llenaron, salvo un milagro volverán a vaciarse en los próximos diez años, y nos encontraremos con una verdad incontrovertible: que la presencia del evangelio en España no solo no crece, sino que se reduce tanto en “calidad” como en “cantidad”.
Estaba mirando hace unos días unas fotos de hace 20 años, en las que se podían ver a un grupo numeroso de niños de una escuela dominical durante una actividad de grupo. Tuve la oportunidad de preguntar a una persona conocedora acerca de lo que había sido de cada uno de ellos. La información fue desoladora. Casi la mitad de ellos viven ahora al margen del evangelio y de la iglesia. Alguno incluso cumple condena en una prisión, y otros han tenido problemas con drogas ó viven de la misma manera desordenada que los incrédulos. De los que siguen asistiendo a iglesias evangélicas en diferentes partes, apenas tres ó cuatro son ahora jóvenes comprometidos con el evangelio y activos en diferentes ministerios. Hace un tiempo me dijo un joven de otra iglesia que de todos los que fueron sus compañeros en la escuela dominical solo él seguía en el evangelio.
Estas son ausencias que muchas veces nos pasan desapercibidas cuando vemos los bancos ocupados por inmigrantes: que se están perdiendo muchos hijos de los cristianos evangélicos de España. Si la pérdida de uno solo de ellos ya es un drama espiritual, las proporciones de esta situación son alarmantes. Pablo dijo al carcelero de Filipos: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo tú y tu casa”. ¿Qué pasa con esa promesa? ¿Ha perdido eficacia el evangelio como potencia de Dios para salvación? ¿Esas pérdidas son trasladables al Espíritu Santo ó a nosotros y nuestras iglesias? ¿No sería esta tragedia digna de que rasgásemos nuestras vestiduras y nos cubriésemos de ceniza? Cada persona que se pierde es una tragedia, pero mucho más duro es que se pierdan los hijos de los creyentes que han tenido la oportunidad de ver de cerca las maravillas de Dios, conocer de su amor, y de las promesas que ha preparado para los que le aman.
Mientras, yo veo a las consideradas personalidades de la comunidad evangélica de España, y a muchos pastores ó responsables de iglesias encantados de conocerse. Se les ve promoviendo las más peregrinas actividades, reuniéndose para mil y una chorradas, constituyendo instituciones inútiles en su mayoría para la causa del evangelio, y sin una mínima conciencia de esta tragedia. Tampoco se percibe el menor arrepentimiento por la cuota parte de responsabilidad. Y mucho menos que hacer volver a estos pecadores del error de su camino, para salvar de muerte estas almas y cubrir multitud de pecados, sea su mayor preocupación y afán. Hace años me dijo un presunto pastor que él no estaba para ir a buscar a los descarriados, sino que tenía una oficina y un horario a disposición de quien le necesitase. La respuesta es lamentable, pero un buen reflejo de lo que hacen muchos otros en la práctica, aunque carezcan del cinismo de este para confesarlo sin ruborizarse.
Y si en pastores y líderes hay indiferencia para esta situación, ¿qué decir de los padres? La iglesia de Cristo en estado primario tiene que ser el hogar. Si la fe de Cristo no preside las decisiones, las aspiraciones, los deseos, las preocupaciones, los proyectos y las relaciones del hogar, para nada valen sermones, literatura, escuelas dominicales y cultos. Si los esfuerzos de los padres están orientados a la dimensión material de los hijos, para proporcionarles satisfacciones materiales ó conseguir una formación intelectual y un buen futuro profesional , se está dejando en olvido la clara advertencia de Jesús: ¿De que le aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma? He visto a padres haciendo grandes sacrificios de tiempo y de dinero para llevar a sus hijos de forma continuada y por años, para instruirlos en las más diferentes actividades, incluso lúdicas. Tocar un instrumento, practicar un deporte ó preocuparse de que estudiasen una carrera, ha sido su mayor afán. Y mientras se han despreocupado absolutamente de su vida espiritual, de compartirles acerca de sus experiencias en la fe, de llevarles al conocimiento de la verdad, de instruirles en la doctrina, convencerles de la perspectiva de la vida cristiana, y rebatir con paciencia los argumentos del mundo tocantes a la fe y a las conductas morales. Incluso despreocuparse de que asistiesen a cultos, escuelas dominicales, campamentos cristianos, ó que estableciesen sus amistades con otros hijos de creyentes.
Jesús dijo: “Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia”, y en verdad tenemos que arrepentirnos para reconocer que esa búsqueda ha sido relegada a un segundo ó más rezagado plano, y de ahí vienen las consecuencias. Vidas perdidas y almas perdidas de aquellos a quienes no solo queremos, sino con los que tenemos una responsabilidad que hemos asumido delante de nuestro Dios, quien nos ha concedido a nuestros hijos. Educarlos en los caminos de Dios e instruirlos en su justicia no es una opción, o algo que podamos delegar en pastores ó iglesias. Es la primera ocupación del creyente dentro de la comisión de “Ir y predicar el evangelio”, porque tiene que empezar por el hogar. Y además tiene que asentarse desde los años más tiernos de los hijos.
“Instruye al niño en su camino y aun cuando fuese viejo no se apartará de el”. El proverbio sigue estando hoy con plena vigencia. Es más, la experiencia nos dice que en los tiempos actuales, si a los doce ó trece años de edad no hemos “evangelizado” convenientemente a nuestros hijos, y orientado sus vidas en los caminos de Dios, tenemos media batalla perdida. Es a esa edad cuando empiezan a actuar con un criterio de mayor independencia, y cuando van a tomar importantes decisiones que marcarán el resto de su vida. Cuando elegirán a sus modelos de conducta, a sus amigos, sus hobbies, y se ven sometidos en el colegio, en la calle, y hasta en casa, por medio de la televisión, internet, música y lecturas, a un intenso bombardeo con los mensajes del mundo, sobre todas sus áreas individuales: intelectual, afectiva, profesional, sexual, lúdica, y el mundo les presenta sus más atrayentes ofertas y modas de inmoralidad y perversión. Si en esos momentos la fe en Cristo no se ha asentado en sus corazones, si no hemos hecho que asienten sobre la roca sus mas firmes convicciones, al llegar esta tormenta durísima que se prolonga durante toda la adolescencia y la primera etapa juvenil, la casa de su fe puede venirse abajo, y las consecuencias para su vida y para la eternidad serán irreversibles.
He leído un artículo de un colegio que dice como aprende un niño. Y lo explica sabiamente: Un niño aprende observando, escuchando, moviéndose y haciendo cosas (es decir, practicando), imitando, preguntando, repitiendo y sintiéndose querido. Si yo no muestro preocupación por su vida espiritual, tampoco él la mostrará. Si no nos preocupa si se pierde o no, tampoco él tendrá una valoración muy alta de la salvación, ni un pesar por la perdición. Si nos preocupan más sus estudios seculares que su formación en la Palabra de Dios, valorará más aquellos que esta, y ¿cómo escaparán si tienen en poco una salvación tan grande? Si además no damos el ejemplo debido, y no somos un modelo a imitar en cuanto a la fe, difícilmente encontrará la utilidad práctica de la fe en Cristo, sino que como máximo llegarán a adquirir una simple perspectiva religiosa para la vida, perfectamente compatible con la amistad con el mundo, participar de sus mismos caminos, y a la postre de su mismo destino.
Reconocer la realidad es importante, pero no basta con asentir. El arrepentimiento tiene que impeler a cambiar la situación. Hoy mejor que mañana, pues mañana, como decimos tantas veces, puede ser tarde. La vida espiritual de los hijos tiene que ser la primera preocupación de unos padres que realmente son cristianos. Y tiene que ser la primera preocupación de una iglesia que quiera tener futuro, pues los niños de hoy tienen que ser aquellos que tomen el relevo para continuar con la misión a la que hemos sido llamados, tienen que ser las luces que alumbren a otros jóvenes perdidos para traerlos a los pies de Cristo. Esas vidas sanas en la fe son los mejores mensajes que podemos predicar al mundo. Jóvenes que no se avergüencen del evangelio, que están preparados para presentar defensa ante todo aquel que les demande de la esperanza que hay en sus corazones, para rebatir con sabiduría de lo alto a los que se oponen, y para la extensión del evangelio. ¿Haremos algo a partir de hoy por este problema?