Continuando con esta serie de artículos sobre Calvino y el calvinismo voy a dedicar este artículo a las cuestiones relacionadas con el «libre albedrío» que desde casi las primeras líneas de su obra: «Institución de la Religión Cristiana», influyeron muy decisivamente en su pensamiento, y en el de sus seguidores. Calvino admite que frente a la posición de los escolásticos él se adhiere a la postura clásica de San Agustín: «que la voluntad del hombre no es libre sin el Espíritu de Dios, pues está sometida a la concupiscencia, que la tiene cautiva y encadenada. Y, que después de que la voluntad ha sido vencida por el pecado en que se arrojó, nuestra naturaleza ha perdido la libertad. Y, que el hombre, al usar mal de su libre albedrío, lo perdió juntamente consigo mismo. Y que el libre albedrío está cautivo, y no puede hacer nada bueno. Y, que no es libre lo que la gracia de Dios no ha liberado. Y, que la justicia de Dios no se cumple cuando la Ley la prescribe y el hombre se esfuerza con sus solas energías, sino cuando el Espíritu ayuda y la voluntad del hombre, no libre por sí misma, sino liberada por Dios, obedece. La causa de todo esto la expone en dos palabras en otro lugar diciendo que el hombre en su creación recibió las grandes fuerzas de su libre albedrío, pero que al pecar las perdió».
Es muy habitual que los teólogos metan en un mismo tambor muchas cuestiones diferentes de un asunto, para después de manosearlas y centrifugarlas de modo que conducen a una absoluta confusión para la mayor gloria de sus ingeniosos debates. Pero como advertía san Pablo a Timoteo, es necesario evitar entrar en profanas pláticas sobre cosas vanas, y los argumentos de la falsamente llamada ciencia, porque por esa causa algunos se desviaron de la fe (1ª Timoteo 6:20-21).
Que nuestros primeros padres, fueron creados libres a imagen de Dios (Génesis 1:26-27), que tras su desobediencia acarrearon para sí mismos y para sus descendientes las consecuencias de las que habían sido previamente advertidos por el Creador (Génesis 2:17; Romanos 5:12 y 19); que nos convirtieron en criaturas que somos «por naturaleza» con la ‘hijos de ira’ (Efesios 2:3); sometidos a la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2); excluidos de la presencia del Señor, de la gloria de su poder y condenados a pena de eterna perdición (2ª Tesalonicenses 1:9) Son verdades que la mayoría de los cristianos compartimos.
Que la salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero (Apocalipsis 7:10), que toda la iniciativa salvífica procede de la gracia y la misericordia de Dios, y no por nuestras obras o méritos (Efesios 2:8-9) y que la justificación que es el perdón de los pecados se otorga gratuitamente por medio de la fe en Jesucristo (Gálatas 2:16; Romanos 5:1-2; Romanos 6:23; Juan 3:14-16; Juan 3:36; Juan 4:14; Juan 5:24; Juan 6:40, Juan 6:47, Juan 6:54; Juan 10:28; Juan 11:26; 1ª Juan 5:10-13) son verdades claramente expresadas en las Sagradas Escrituras. Aunque sobre este asunto hay grupos cristianos que, ignorando la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia (Romanos 10:3), añaden enseñanzas que implican la necesidad de que los hombres deban aportar buenas obras (Romanos 4:4 y ss) o cumplir preceptos de la ley de Moisés (Hechos 15:5, Hechos 15:10-11) u otros de invención suya, devaluando esta maravillosa gracia.
Pero el asunto es llevado más allá por el calvinismo concluyendo que el hombre pecador ahora por naturaleza quedó incapacitado para pensar, hacer, elegir o incluso distinguir lo bueno de lo malo ya que como esclavo del pecado carece de libre albedrío pues solo puede inclinarse ante y hacia el pecado y el mal, salvo que reciba una gracia especial irresistible de parte de Dios. Esta catarata de conclusiones sobrepasa verdades reveladas en las Sagradas Escrituras. Por ejemplo, Jesucristo afirma claramente que los pecadores distinguen el bien del mal: Mateo 7:11 «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos”… dejando claro que a pesar de nuestra naturaleza caída persiste la capacidad de distinguir las cosas buenas de las cosas malas (También Juan 8:9: «Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno»). Que los hombres elijan «las tinieblas a la luz» no es porque no perciban la diferencia, o que estén incapacitados para ver la luz, sino porque, en palabras del propio Jesús, “los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Y todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. (Juan 3:10-20; Juan 8:9) De ahí la advertencia que se encuentra en Isaías 5:20: «¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!», porque no es por ignorancia ni incapacidad, sino por el acto de su voluntad y que recibirá la retribución correspondiente.
En el mismo sentido afirma San Pablo cuando habla de que los paganos y gentiles, a pesar de no haber recibido subsidiariamente la ley de Moisés, demuestran que llevan escrito en el corazón aquello que la ley exige, como lo atestigua su conciencia, pues sus propios pensamientos algunas veces los acusan y otras veces los excusan. (Romanos 2:15) Podemos encontrar numerosos ejemplos en las conductas de personajes relatados en la Biblia de que perfectamente conocían la maldad de sus actos, que no vale la pena hacer más extenso este artículo con ejemplos individuales.
Sin embargo sabemos que la conciencia puede cauterizarse, como escribe San Pablo a Timoteo en (1ª Timoteo 4:8) y volverse insensible ante determinados actos. De hecho, los efectos de una conciencia social colectiva desde la infancia y adolescencia pueden llegar a producir en el individuo que a base de ignorar las repetidas advertencias de la conciencia ante determinadas conductas reprobables llegue a un estado en el que ya no se lo parezcan. Los practicas abominables de las naciones cananeas que se describen en Deuteronomio 18:9-12, como antes las de Sodoma y Gomorra, no le parecían perversas a sus ciudadanos, sino lo normal que se esperaba de ellos. Pero no por incapacidad sino por acallamiento.
En la misma forma progresiva fueron desarrollándose a lo largo de la historia ciertas maldades como los sacrificios humanos a los ídolos en muchos lugares de la tierra. O ahora en nuestros días, millones de personas de las sociedades occidentales piensan que no es un crimen asesinar a los hijos en el seno materno, o quitarles la vida a personas discapacitadas o ancianos. Y ya de una forma más general el pensamiento de que las mentiras «con buen propósito o piadosas» no son realmente mentiras y por lo tanto no son pecado, incluso mucha gente piensa que son buenas y necesarias.
En ocasiones se usa en nuestros días el término «sociopatía», para referirse a un trastorno de personalidad antisocial, en la cual la persona no tiene sensatez entre el bien y el mal, ignora los sentimientos de los demás y es manipuladora. Suelen tratar a los demás con indiferencia, crueldad y no sienten culpa ni remordimiento por sus comportamientos. Ante esta definición debemos pensar que no es lo mismo no sentir remordimiento por los actos e indiferencia ante los sentimientos de los demás, y otra es carecer de discernimiento entre el bien y el mal. Y es que los sociópatas saben que lo que hacen está mal, por eso cuando se les confronta se ve que han tratado de cometer sus actos de forma oculta, tener coartadas, borrar pruebas o echar las culpas de sus actos a otros si puede. Y es que cuando alguien sabe que algo está mal o es malo, también sabe que cosas están bien o no son malas.
El siguiente paso del pensamiento calvinista pretende que la incapacidad para hacer el bien le sumerge en un estado de depravación total. Es decir, alguien que ni quiere ni puede encontrar el bien, ni siquiera buscarlo. Nuevamente nos encontramos con una postura antibíblica, pues por las Escrituras conocemos que aunque todos estemos destituidos de la salvación de Dios a causa del pecado, no todos los hombres tienen la misma actitud con respecto a desear aquello que la ley de Dios desde nuestra conciencia escrita en nuestros corazones nos señala como bueno para desearlo o malo como para repudiarlo.
Aquí nos encontramos con otra postura de Calvino con respecto a una de las sentencias de Pedro Lombardo: «me disgusta que cuando atribuye a la gracia de Dios el hacernos desear eficazmente lo que es bueno, da a entender que nosotros de forma natural nos puede apetecer de alguna manera lo bueno, aunque nuestro deseo no llegue a efecto».
El texto del Salmo 14 parecería dar la razón a Calvino: Se han corrompido, hacen obras abominables; No hay quien haga el bien. Jehová miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido, que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.
El salmo está construido, como otros muchos pasajes en la Biblia, con un lenguaje antropomórfico, que se puede identificar porque Dios conocía anticipadamente los efectos espirituales hereditarios para la humanidad ocasionados por la desobediencia de Adán y Eva. El apóstol Pedro en su primera epístola universal 1:18-20 dice: «Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra manera de vivir, LA CUAL RECIBISTÉIS DE VUESTROS PADRES… con la sangre preciosa de Cristo, …YA DESTINADO DESDE ANTES DE LA FUNDACION DEL MUNDO». El apóstol Pablo, por su parte, introduce este mismo salmo en su epístola a los romanos para argumentar que judíos y gentiles estamos, como consecuencia de la caída de Adán, en las mismas condiciones de pecado. (Romanos 3:9).
El versículo 3 del salmo es evidentemente una hipérbole para ilustrar los efectos devastadores y la enorme extensión del mal, pero no una declaración literal. Lo demuestran los contextos que resaltan la virtud y la integridad de algunos personajes como Abel, Enoc, Noé, Abraham, Lot, José, etc. queriendo vivir en temor de Dios con arreglo a su conciencia. La figura queda identificada cuando la enfrentamos al contexto de las palabras con las que Dios describe a Job en otra hipérbole, en este caso para destacar el sentido positivo (Job 1:8; Job 2:3, «Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?»).
Partiendo de que en Adán todos pecamos, y quedamos destituidos de la gloria de Dios (Romanos 3:23), no se puede negar que encontramos en la Biblia muchas personas llamadas justas, que corresponden con su acogida e inclinación respecto al bien y al mal que le muestran sus conciencias, y enfrente a los impíos que son el grupo de los que viven en una actitud de rebelión hacia su conciencia y contra el autor de la ley que se la escribió en sus corazones. Y aún en la más generalizada condición de iniquidad y perversión en la historia de la humanidad, se nos dice que la fe de Noé y su familia, ocho personas, condenaron al mundo (Hebreos 11:7; 2ª Pedro 2:5).
Muchos otros pasajes bíblicos nos amplían la comprensión de este asunto. Leemos de personas denominadas justas como Enoc, que caminó con Dios (Génesis 5:24), Noé (Génesis 6:9), Job (Job 1:1), Abel (Mateo 23:35; Hebreos 11:4), Lot (2ª Pedro 2:7-8), Juan el bautista (Marcos 6:20), José de Arimatea (Lucas 23:50), Cornelio (Hechos 10:22) José, el esposo de María (Mateo 1:19), Simeón (Lucas 2:25). En la conversación de Abraham con Dios a propósito de la destrucción de Sodoma: Génesis 18:23 «Y se acercó Abraham y dijo: ¿Destruirás también al justo con el impío?» Todo ello nos lleva a la conclusión de que aún entre la humanidad perdida por causa de su naturaleza, hay personas que se inclinaban al bien cuando atisbaban la misma luz que las otras personas rechazaban o no percibían. Y si hacemos una lectura más detenida vamos a encontrar que muchas de las páginas del Antiguo Testamento se dedican contraponer la conducta y los actos de esos ‘justos’ frente a los de los impíos. A los primeros se les llama sabios, a los segundos necios. Los primeros alcanzan misericordias y bendiciones, los segundos reprensiones y castigos. Con todo, prevalece la afirmación de Eclesiastés 7:20 «Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien (siempre) y nunca peque». Así que también todos estos «justos» necesitaban la redención que es por la fe en el único Justo que nunca pecó (1ª Juan 3:5; 2ª Corintios 5:21; 1ª Pedro 2:22), Jesucristo, quien nos vino a traer mediante su sacrificio, a unos en esperanza y a otros tras la consumación, los beneficios del evangelio liberador y la vida eterna.