El vicio de quejarse
10 - Julio - 2010

Las personas somos más gruñonas que agradecidas, pero podemos mentalizarnos para cambiar

     Las personas cuando llegan a la ancianidad se vuelven, siendo generoso, un poco gruñonas y quejicas, y parece que no son capaces de encontrar nada hecho a su gusto. Este comportamiento característico ha provocado que muchas veces se oigan expresiones como la siguiente: “Como sigas así vas a acabar siendo un viejo gruñón”. Sin embargo esto que parece más abundante en las personas mayores, es algo que podemos encontrar ya en la niñez. Los niños se quejan de sus padres cuando estos, como consecuencia de la educación y disciplina que tienen que darle, no le cumplen con algún caprichito. Y en las primeras fases de la vida de toda persona, la queja está presente, cuando por ejemplo, un bebé proteste a su manera, del hecho de que sus padres no le cojan en brazos cuando se cansa de gatear, y también vuelva a protestar cuando lo cogen pero prefiere estar a su aire. ¿Y qué pasa en el periodo que va de la adolescencia a la vejez? Pues más de lo mismo.

     Digamos que para las personas la queja por excelencia es el tiempo, “si llueve porque llueve, si hace calor porque hace calor, si hace viento… ¡qué molesto es!”. Por ejemplo, durante un invierno que viene acompañado por frío y lluvia, nos quejamos de las gélidas temperaturas y de las limitaciones que produce la lluvia en nuestra movilidad o en nuestros planes. Seguramente alguien dirá que estas quejas están justificadas, puesto que es una estación un poco molesta, y que he elegido la más sencilla para exponer mi análisis, pero que eligiendo otra época del año nuestra actitud cambia. Lamentablemente, vamos a ver que esto no es así.

     Durante la primavera, las mañanas son frías y hay que abrigarse para estar calentito, pero a mediodía la temperatura cambia y hace calor. Entonces, aparece la queja por tener que aguantar en nuestros brazos con esa ropa, que siendo necesaria a primera hora, a mediodía es insoportable seguir vistiendo, y aún encima tenemos que cargar. Durante el otoño, nos quejamos de que se acaba el calor y de que vuelve ese frío y ese viento que son tan molestos, sin olvidar de que tampoco nos gusta que haya menos horas de luz solar, y nos volvemos a quejar de que a las siete de la tarde parezcamos estar en una noche cerrada. Durante el verano, con altas temperaturas y un sol abrasador, nos quejamos del excesivo calor y de que por las noches es muy difícil conciliar el sueño, y mascullamos las mismas palabras que durante otra estación cualquiera: “¡Vaya rollo de tiempo!” (Lo he suavizado, pero estoy seguro que hemos escuchado expresiones bastante más fuertes).

     Las quejas con frecuencia las decimos cuando estamos solos, para nosotros, como hablando con nosotros mismos. Pero muchas veces las usamos en compañía de otras personas como si se tratase de una fórmula social de romper el hielo, de buscar un punto en común con la otra persona para poder entablar una conversación, o simplemente para acabar con un silencio incómodo cuando no hay nada que decir. El cuadro suele ser este: Una persona llega a un sitio y se encuentra con que hay otra, el espacio es reducido, pero ambos tienen que compartirlo (un ascensor, la parada del bus, la sala de espera de algún sitio…), y entonces se produce silencio… Silencio prolongado… silencio incómodo… Respiración profunda… Suspiro… ¡Puf! ¡Vaya calor que hace! Y el otro, que puede que ni haya dicho hola al llegar, responde: Tiene usted razón ¡Vaya suplicio!

     Por cada persona que para entablar una conversación intranscendente utiliza una frase como “¡Que buen día hace hoy!” Habrá diez mil personas que empleen “¡Buff! Vaya calor que hace”.

     Pero el tiempo sólo es la queja más obvia y repetitiva, porque las personas nos pasamos todo el día quejándonos de todo lo que nos rodea. Nos quejamos cuando después del fin de semana estamos trabajando y alguien nos pregunta: “¿Qué tal?” Y contestamos “pues de lunes”, como si fuera un suplicio enorme el que un nuevo día de vida se abra ante nosotros. Nos quejamos de lo poco que nos cunde el fin de semana. Nos quejamos con perplejidad de la velocidad con la que pasan los días, meses y años. Nos quejamos del horario del trabajo, del jefe, de los compañeros y de los clientes que tenemos que aguantar. Nos quejamos porque comemos lo mismo que el día anterior. Nos quejamos de la atención que nos dan en el hospital y de las listas de espera. Siempre nos quejamos por tener que esperar por algo o por alguien. Nos quejamos cuando hacen obras para mejorar las carreteras o los accesos de las ciudades y no podemos pasar con el coche. Nos quejamos de lo lejos que está la parada del bus desde nuestra casa, de las pocas veces que pasa por nuestra línea y de lo lento que va el conductor. Nos quejamos de todo y por todo sin poner soluciones a nada.

     El primer ejemplo de ingratitud de la raza humana lo recoge el libro del Génesis, cuando Adán reprochó a Dios que le hubiese dado a Eva como compañera. Relata el libro de Génesis en su capítulo 2, que después de que Dios hiciese toda la creación y crease a Adán, decidió crearle una ayuda idónea para él, puesto que estaba sólo. Y creó a Eva, el complemento perfecto para Adán. Alguien puede pensar “¡Claro! si era la única mujer…” Pero hay que entender que cuando la Biblia dice que Dios le hizo una pareja idónea, quiere decir que le proporcionó la pareja que mejor podía complementar a Adán a todos los niveles, tal es así, que si Adán viviese en nuestros días, le sería imposible poder encontrar a alguien más idóneo para él que Eva. Después de que ambos desobedecieran la palabra de Dios en relación con el mandamiento de No comer del árbol del bien y del mal, Adán le dijo a Dios: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”. Esta contestación no sólo supone un acto desentendimiento de la responsabilidad propia, sino que es una respuesta a modo de queja hacia Dios por lo que le había dado. Una muestra de ingratitud hacia alguien que le había dado lo mejor.

     La queja está presente en nosotros porque nuestra percepción de las cosas que nos rodean es egoísta e injusta. Como dice Romanos 3:13-14, acumulamos veneno y nuestra boca está llena de maldición y de amargura. Y es que las personas nos quejamos cuando, inconscientemente, olvidamos nuestra condición y que todas las cosas que disfrutamos son recibidas por gracia. Entonces equivocadamente nos creemos en el derecho de poder exigir cosas y a expresar nuestra queja por no recibir las deseadas.

     Hay tantas cosas que no dependen de nosotros, pero que por Dios están ahí para nosotros, y que sin ellas no podríamos vivir. ¿Te has parado a pensar cuánto hay que agradecer? Demos gracias por el sol que nos da calor, por su luz que nos permite ver al caminar, por la noche que nos permite dormir y descansar. Por el rocío de la mañana y la lluvia que riega nuestras cosechas, por el agua que nos refresca y sacia nuestra sed, por el aire que respiramos y por la salud que gozamos. Por la vista que te permite leer estas líneas, y por la voz para que puedas contárselas a otros. Por poder oír y escuchar a los que nos llaman, por el paladar que nos permite degustar mil sabores y por el tacto con el que podemos sentir el cariño que nos muestran los que nos rodean. Por una oportunidad para trabajar y por las fuerzas para llevarlo a cabo. Por la comida que diariamente podemos comer y que nos nutre y alimenta. Por un nuevo día de vida. Por la existencia de Dios que nos da fe y esperanza, por el consuelo que nos brinda en la tristeza, por la seguridad de saber que Él nos ama, por la paz que hace brotar en nuestro corazón. Por su perdón. Por el sacrificio de Cristo en la Cruz. Por saber que nunca nos deja solos. Por saber que hace llegar la calma después de la tempestad. Por su promesa de no dejarnos ni desampararnos. Porque lleva nuestras cargas para que podamos descansar. Porque abre ventanales donde se cierran puertas y porque con la prueba nos da la salida. Por su amor y por su paciencia. Por el don del Espíritu Santo. Por la Salvación, Por sus promesas…

     No seamos un pueblo de dura cerviz, murmurador, quejoso y desagradecido, porque sabemos que Dios siempre nos da más de lo que nos merecemos. Medita y haz propósito de cambiar, para que hoy te quejes menos que ayer, y mañana menos que hoy. Así que, como dice 1ª de Tesalonicenses 5:18 “Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús.”

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